Capital desigualdad

Las ratas se comen a los niños pobres, los políticos se devoran al pueblo; pero ese es el orden de las cosas.

Existen cosas que no pueden dejar de oponerse, otras tantas que jamás deben ser, siquiera, obligadas a mirarse, pero éste es el lugar de los absurdos y lo imposible. Entonces todo puede pasar.

Si no pesan los pies o se transpira la camisa después de trabajar, seguro se está haciendo algo ilícito, aunque ese también es un beneficio de la administración publica.

Aquí los sacerdotes demandan al pueblo, para saquearlo está la aya de los empresarios. Cada trabajador, cada obrero, cada oficinista ha alquilado sueños de los fondos de la nación. Hay prosperidad para el marketing, la plusvalía ya murió.

Y así se respira melancolía; un salto al precipicio de la miseria, a fin de cuentas, hay que intentar encontrar las migajas que caen desde el regazo del "Patrón".

Debe ser porque en ésta ciudad de la desigualdad es difícil ver como un empresario, de los de pipa y guante, se pasea en su automóvil de lujo por uno de los barriales más refundidos en el lodo. Más impresionante aún es verlo bajar el vidrio y en un ostentoso aire de humildad, como los de su socio clerical, pregunta: "¿Como vuelvo al periférico? Me extravié camino a interlomas".

Es que el pobre tiene una cita con la angustia, el sufrimiento y la desesperanza. El rico lo tendrá todo, menos amor.

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