El silencio de las sirenas III

No son demonios aquellos que se arremolinan en torno a nuestros pasos, tampoco son los despojos que arroja el agua. No hemos enloquecido. Son ellas... las sirenas. Tan bellas, tan radiantes; arrebatadas de vida, contradictorias a la muerte. Se acercan vertiginosamente y en un espasmo se han llevado todo dolor. Nos han envuelto entre voces, acordes y palabras con tesitura a miel y libertad; son palabras que se llevan el agónico y espectral sabor del agua salada, que devuelven la tan entrañable sensación de felicidad.

Giran en torno a nuestro existir, llenando el vacío existencial con una melodía dulce, con dulces tonadas de la menor. Se acercan con tímida indiferencia, sonríen y cantan. Danzan en el agua, creando alegres remolinos, dando pequeños saltos alrededor nuestro, salpicando nuestro silencio, disipando el entumecimiento y la herrumbre que constelaba sobre la desgastada humanidad de ésta tripulación.
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Su canto es libre, sinónimo de belleza y reflexión, de orgullo y sutileza para demostrar la simpleza del viento, el sol y el agua. Su canto está lleno de paz, de fortaleza y redención. Es la emoción de mil campanas que repican en el corazón, de la guitarra que con serenidad y ensueño acelera y acaricia cada uno de los latidos del corazón; y la respiración, ella se ha librado de pesadillas, de los temores que nos causa el océano y su inmensidad. Permanece la ternura, el eclipse de la esperanza y el confort, un susurro reiterado de que todo va estar bien, que nuestra existencia volverá a volar.

No hay desesperación, nada más que un deseo incesante de alargar el tiempo, de que florezca su palabra y el éxtasis de los sentidos germine en un orgasmo de colores, caricias vertiginosas y esperanza en forma de vendaval.

Después de navegar entre historias, de bordear tierras de leyenda y destino incierto, hemos encontrado la perla más codiciada en el mar; nos tomamos de la mano y rozamos sus labios, cantamos y entregamos los recuerdos amargos en forma de versos. Hemos desalambrado nuestros años en la nave, los horizontes difusos en la inmensidad azul y gris, nos quedaremos, pues ese es el deseo que acompaña nuestro andar. Dejar la vida peregrina y en brazos de la belleza de los mares descansar.

Hemos de permanecer con el corazón anclado a estos mares, donde habitan los ángeles del mar. Aquí donde la música se transforma en armonía y donde no existe zozobra ni preocupación. Con el amor de las ondinas y su cálida voz hemos de morir cantando, pululando entre labios de sirena y una hermosa canción.

Que piensen que hemos naufragado, que el mar nos condenó y arrastró; que nos hemos eternizado en voz de sirena, flauta de caña y tambor.

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