No hay paga, vámonos ya

Desahogos que llegan despacio,
razón para meditar y olvidar,
o bien para sonreír un poco
y al patrón su madre mentar.

Flemático en su escritorio de caoba, en su oficina donde se contempla la ciudad completa. Lacónico, perplejo, sin rumbo, ni origen. Amontonado entre papeles e ideas que lo saquen de la pobreza, pues en el fondo, sufre la peor de todas las miserias, la intelectual. Si añadimos que en su corazón, frío, se arremolinan las puñaladas del fracaso y la soledad, seguro podremos entender su postura encorvada, el sudor que puebla su frente y el nerviosismo en su mirada, siempre a punto de quebrarse en millones de lágrimas.

Su nombre es José Luis, pero el pocas veces recuerda que ese es un rasgo de humanidad, también lo ha convertido en emblema de su absurda burocracia, de sus formalismos y construcciones. Para él vino, restaurantes finos y el simplismo de una relación timorata y fugaz con la materia; después, la misma rutina de vacío y angustia.

Hoy es viernes, él se ha encerrado en su oficina, brazos apoyados en el escritorio, dolor en el ambiente que rodea la de por sí, melancólica y mal decorada habitación. Hay un hermoso atardecer en la ventana, nubes que se matizan de colores dorados, rojos y purpuras; aderezan la ciudad y le brindan un toque de magia y romanticismo, en esencia, el sueño de cualquier paranoico artista del pincel y el óleo. Sin embargo su mirada divaga, no está pensando en la belleza de la Ciudad de México, está obsesiva en las múltiples deudas que aquejan su existencia.

No obstante, hay algo más importante; afuera los trabajadores esperan, tienen ganas de saber si habrá quincena, pues llevan ya varios meses sin rayar; esperan que el multimillonario proyecto se autorice, que sus carteras regresen llenas a casa y así poder comprar regalos y cena de Navidad.

José Luis permanece inmutable, ensimismado, agónico. Tararea una composición de Wagner mientras revisa la factura del Tec de Monterrey, sus hijas podrán estudiar otro mes. Suspira y acaricia las llaves de su Audi, repitiéndose para combatir el silencio: Es lo único que me queda, es lo único que no he de vender. Y así, vuelve a suspirar, toma el teléfono y llama a Fabiola, su explotada, reprimida, dolida y abusada asistente, esposa también.

En medio de la oscuridad, del sol que es engullido por las montañas del poniente capitalino, le pide, que difunda un mensaje de dolor, pero de esperanza también: Hoy no habrá paga, quizás para el martes, a lo mejor para el próximo viernes. Pero ya vendrá la forma de gratificar su esfuerzo.

Mi oficina está justo a un costado, soy testigo imponente de la mediocridad y el despojo. Ya no lamento, ya no maldigo, tan sólo recuerdo las palabras de un dulce niño chiapaneco, de aquellos tiempos mosos en que no estaba supeditado a cuatro paredes, sino a la libertad de mis ideas. Pronuncio para mi: Muyuc Takin, vatic cha. Sonrío y escribo en la ventana la emblemática traducción: No hay paga, vámonos ya.

No hay comentarios:

Publicar un comentario