Historia de un cumpleaños en la indigencia.

Caminaba con sus perros a un costado, mirando las nubes, buscando la sombra del sol. Sus pies descalzos impactaban contra el hirviente suelo de verano. pero sus maltratados pasos ya no sufrían como antes, podría decirse que hoy, hasta disfrutaba la sensación quemante del pavimento. Una caricia, como las que recibía de mis amantes en las noches de danzón en la Alameda — decía a sus canes— mientras desfilaba por una de los arrabales de la ciudad.

Al llegar a la estación del metro, buscaba entre la basura algo para que los más cachorros jugarán, un hueso en el mejor de los casos, una botella de plástico en la mayoría de las ocasiones. Sin embargo, ella, al igual que los más vetustos, se sentaba en la escalera, estiraba el trapo donde recibía las monedas y respirando hondo decía — vamos a llevar alegría a sus corazones, que este mundo se va a acabar, si no sonríen morirán en amargura; y nadie quiere ser un muerto agrio y apestoso.

Una vez terminado su discurso, afinaba la garganta, carraspeaba un poco y cerrando los ojos, como quien se dispone a meditar profundamente cantaba:

Ay, ay, ay, jóvenes y señoritas,
noches de angustias y caras bonitas,
vengan y bailen, vengan a cantar,
que esta vida nada vale
y para todos va a acabar.

Acérquese damita, abrace al caballero,
regale una sonrisa, o todo el monedero.

No dude más y venga a zapatear,
regale un abrazo y una sonrisa,
recuerde que el mundo se va acabar,
venga hasta aquí señorita,
vamos a reír y disfrutar.

Las monedas caían en su trapo, los perros aullaban mientras ella suspiraba, la noche la alcanzaba y con ella la lluvia y la soledad. No quedaba más, caminar a casa y soñar, tal vez mañana la suerte les sonría — vámonos amigos, hoy sí alcanza para cenar, este es un buen cumpleaños, larguémonos a festejar.

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