Del odio, la hipocresía y otras verdades humanas

Las palabras sueltas son las que 
más se asimilan en el inconsciente.

Hubo un tiempo en que el hombre era puro, donde el amor reinaba y la vida era más que despreocupada, un tiempo utópico en que las almas del mundo gozaban de cabal locura, de los placeres discretos del destrone físico.  Imaginarlo es difícil, llevarlo a cabo aun más, por naturaleza propia el hombre tiende a la satisfacción estética, al regocijo inmediato.

Son las mismas motivaciones de satisfacción efímera las que dotan de un carácter impresionable a la humanidad, es en su tristeza infinita que se encuentra la virtud de su alienación, en una búsqueda inalcanzable del bien inmediato, de la intrascendencia. Son números, son símbolos, son horóscopos, es una necesidad de sentirse millonario en medio de una lotería injusta, es la razón escondida, la que permita comprar el calor en medio de la tómbola gigantesca de la materia, del “prendismo” de los sentidos, pues lo que no es portable, vistoso, llamativo, extravagante, peculiar y tangible no es permisible y entonces está destinado a la condena 
de la señora de ocasión, la camaleónica moda globalizada.  

Y entonces esta absurda realidad en la que se vive deseando ser el otro,  se convierte en el apocalíptico fin esperado, en la negación de la vida, en el anhelo de ser señalado no importando ser el más impío personaje.

Son todas esas palabras y ninguna de ellas las que convierten  a un idealista en un agitador, en un insano, en un perdedor, porque la vida en sí misma es poética, perdón la omisión y el descuido, en sí misma es patética; rodeada de una máscara imperturbable, de una lastimera imagen que esconde el sufrimiento y el anhelo de una verdad tan maltrecha como lo es el retrato cubista de la sociedad de pertenencia, perdón nuevamente, quise decir suciedad.

Señalamos la prostitución, la ausencia de valor, el corazón podrido y la vacuidad de nuestra moral, cuando en realidad el espíritu se encuentra en medio de la escoria y el desperdicio, envuelto en un vistoso celofán de colores, entregado a los deseos del cacique más cercano. Es así y siempre así. Es en este interminable vicio de tornasol en donde las mentiras se transforman en ilusión. 

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